lunes, 26 de marzo de 2012

Muerte de Antonio Tabucchi





Se había ido a una aldea portuguesa para encerrarse en una casa de campo y escribir con tranquilidad, es decir, como un loco. Esa ilusión de una paz volcánica. Como Melville, que mojaba la pluma en un cráter. Encontrar una silla de paja como la de la habitación de Arlés y que la esfera planetaria entre por la ventana y se te pose en la cabeza. Bueno, de estas cosas hablamos por teléfono, hasta que se echó a reír. Contó que los vecinos estaban intrigados. Había un hombre encerrado, que no salía ni a saludar el sol. Qué pena, con el buen tiempo que hace. Si te concentras, te podría salir un cerezo por la oreja. Y empezaron a interesarse por él, sobre todo las ancianas del pueblo. ¡Ese hombre no come! Y le llevaban pan. Pobre escritor. Y Antonio Tabucchi se reía por teléfono, y les daba la razón: "¡Pobre escritor! Me ven y dicen lo que Píndaro: 'Parece usted el sueño de una sombra'. ¡El pueblo es un clásico!". Y Antonio, claro, acabó saliendo de la casa. Porque la boca de la literatura estaba fuera, una mujer que contaba la historia de su hijo en Francia, en una fábrica de acordeones. Y la dichosa esfera hizo una elipsis en la plaza y se posó sobre el viejo del sombrero negro que abrió los brazos y abarco el aire con la saudade de un acordeón. Si, eso debió ser el último verano. Antes lo había visto en Ferrol y me habló indignado de los progroms contra gitanos en Italia. Una indignación siempre inteligente, que apuntaba la injusticia. Y luego, la descerrajaba, a la injusticia, con un humor libertario, hasta extirpar el núcleo de la estupidez, como hizo en el inolvidable opúsculo La gastritis de Platón. Un alegato contra la vacanza morale, que diría Primo Levi, de escritores e intelectuales, contra aquellos cínicos que combinan la locuacidad conformista y el "silencio selectivo".
Una vez lo convencimos para ir a un programa de televisión. En medio del debate, se levantó y dijo: "Voy a mear". Fue un gesto elegante, tal como iban las cosas. Su forma de hablar, de estar, hasta el más leve gesto, tenía mucho que ver con su forma de escribir. Su mirada atraía a las cosas y a las palabras. Si, en la visión sartriana, la prosa se sirve de las palabras y la poesía sirve a las palabras, en la literatura de Antonio Tabucchi hay una superación de ese dilema: se sirve de las palabras, al tiempo que las sirve. En el arte de la sutileza, el más humilde y leve gesto puede ser sublime. Y así era el oficio de escribir del autor de Réquiem. Si, decía, Tabuchi en Ferrol. Como un buen situacionista, amaba los terceros lugares y se reía del cosmopaletismo. Era un hombre rebelde, escritor piel roja, y por eso amaba el mundo, la gente de las "voces bajas", y entendía muy bien la saudade como una nostalgia afectuosa. Ahora, hasta el tranvía 28 de Lisboa tiene saudade de Tabucchi.

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